lunes, 9 de junio de 2008

La vida en un minuto

A todos nos gustaría saber cuándo llegará nuestra hora de morir. Pero, ¿qué pasaría si nuestros instantes se redujeran a meros segundos?




La iniquidad de los instantes


Nadie lo preparó para lo que se le venía encima. Un médico de rostro inmutable, vaya paradoja, le seccionó la vida en apenas un segundo. ¿Qué cara pones cuando sientes que la muerte te susurra al oído tu sentencia? No hay mucho que decir, salvo comenzar una introspección en busca de aquello que siempre quisiste hacer y no pudiste.

Las horas comienzan a pasar de un modo vertiginosamente rápido. Te das cuenta que estás jugando los descuentos, los minutos no poseen el sentimiento de piedad, se disuelven impávidos. Comenzó a entender que no era un sueño ni mucho menos una broma. A todos nos llega la hora, es cierto, pero siempre esperamos que nos llegue más tarde que temprano.

Se dirigió a un café en medio de la fría noche y ordenó un capuccino y un par de tostadas con palta. Allí, sacó un lápiz y en una servilleta comenzó a plasmar aquellas situaciones que le gustaría vivir antes de dejar este mundo.

Se sorprendió al ver que lo primero que escribió, casi mecánicamente, fue “Decirle a mis padres que los quiero”. Siempre había sido un tipo arisco, poco demostrativo, por lo cual se le hacía imperativo dejar algún rastro de amor en sus progenitores, después de todo ellos no merecían su despreocupación.

Su siguiente idea fue “acariciar una serpiente”. Siempre le llamaron la atención los reptiles, cuando los veía en el Discovery Channel. Pensó que de todas formas sería fácil llevarlo a cabo, bastaba con ir a la tienda de mascotas del barrio.


Lo que siguió fue “ir alguna vez a misa”. Nunca fue una persona creyente. Es más, la idea de un dios le parecía vana y falsa. De todas formas, le apetecía experimentar, al menos por una vez, el consuelo de sentirse parte de algo superior, lo que algunos denominan “reconfortar el alma”.

Finalmente, como última idea, y mientras bebía el último sorbo de capuccino, escribió “comprarme el Chevy rojo”. Hace mucho deseaba aquel modelo 2005 de dos puertas, cada vez que lo veía en la calle se quedaba pasmado. Soñaba con sentarse en esa butaca deportiva bicolor y sentir el rugido del motor de ocho cilindros.

Tomó la servilleta, la guardó en el bolsillo de su vestón, pagó la cuenta y se marchó. Mientras caminaba, introdujo su mano derecha en el bolsillo trasero del pantalón para buscar su encendedor, y encontró en él una de las tarjetas de visita de su padre. “Vaya coincidencia, y justo estaba pensando en él”, se dijo.

Alzó la vista y notó que estaba pasando frente a la tienda de mascotas, desde donde lo miraba una pitón de colores amarillo y negro. Un ruido llamó su atención y se dio cuenta de que eran las campanadas de la iglesia que llamaban a la misa de las once. De pronto, una luz lo encandiló. Los tres meses de vida que le quedaban se redujeron a meros segundos. Nibaldo encontró su muerte arrollado bajo las ruedas de un reluciente Chevy color rojo.


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