viernes, 27 de junio de 2008

Sueños rotos

Como último práctico del semestre, Augusto nos propuso un divertido ejercicio: Tomar una noticia de cualquier medio y crear una historia a partir de ella. Elegí una noticia tragicómica: Raymundo Flores es detenido en Manhattan, New York, por intentar robar colas de camarones, introduciéndolas en los bolsillos de su pantalón. De ahí surgió una parodia a la inmigración ilegal y la vida del obrero desesperado por una oportunidad en la forma de un breve relato.



Inmigrantes en Cadillac


Raymundo era uno más de los miles de inmigrantes mexicanos que cada día cruzan la frontera con Estados Unidos, arriesgando sus vidas en pos de un mejor futuro para su familia. Su sueño era verse algún día volviendo a Tijuana en un vistoso Cadillac descapotable color verde agua, hacer sonar la bocina al entrar a Zacatecas, su barrio, y sentir el afecto de sus vecinos y amigos de infancia, para luego invitarlos a todos a pasar un fin de semana en algún resort de Miami.

Pero ese sueño se divisaba cada vez más lejano. Las cosas no marchaban bien para Raymundo en el país del norte. Desde su llegada, sólo había recibido malos tratos e indiferencia, producto de su condición de inmigrante ilegal. Comprendió que todas las maravillas que Teco, su amigo con quien cruzó la frontera, le describió, no eran más que una ficción minuciosamente adornada con el fin de convencerlo a acompañarlo en su aventura en los States.

Buscando suerte, Raymundo llegó a Manhattan. Decidió comprar el periódico de avisaje del New York Times con la esperanza de encontrar algún trabajo que le sentara bien. Al buscar en el rubro quince, divisó un aviso que llamó su atención: “SE NECESITAN AYUDANTES DE TRASLADO PARA FRIGORÍFICO PERTHS, CON O SIN EXPERIENCIA. RENTA 1.600 DÓLARES. PRESENTARSE EN WEST AVENUE 2046, MANHATTAN.”

Raymundo acudió a la dirección adscrita con su mejor traje, y tras un pequeño desacuerdo con los pagos (tuvo que conformarse con recibir sólo 1.300 dólares de sueldo por ser inmigrante ilegal), firmó el contrato.


Cuando su jefe lo llevó a conocer las instalaciones y su lugar de trabajo, Raymundo se percató de un detalle: las cámaras de frío en donde se almacenaban los camarones y demás crustáceos permanecían sin vigilancia durante buena parte del día. Además, la revisión de inventario, según le comentó el supervisor, no se llevaba a cabo sino hasta fin de mes. Fue ahí cuando al inmigrante se le encendió la ampolleta: podría percibir unos ingresos extra tomando algunos camarones y vendiéndolos por su cuenta. Después de todo, el frigorífico contaba con tantos productos que nadie se enteraría. Se despidió de su jefe y partió a la hostal en donde se alojaba para pensar en su plan.

Al día siguiente, Raymundo salió hacia su nuevo trabajo vestido con unos pantalones anchos con muchos bolsillos para poder extraer la mayor cantidad de camarones posibles. Llevó a cabo su faena de transporte y, minutos antes del horario de salida, se dirigió hacia las cámaras de frío de los crustáceos. Una vez allí, llenó los siete bolsillos de su pantalón hasta el tope con camarones de la mejor calidad. Raymundo calculaba llevar más de un kilo, lo que podría vender a aproximadamente 35 dólares.

Pero, cuando intentó salir rápido para que nadie lo descubriera, sus compañeros de trabajo le tenían una sorpresa: le prepararon una fiesta de bienvenida. Raymundo, nervioso, intentó convencerlos de que debía irse porque tenía a un familiar enfermo, pero los trabajadores insistieron y lo obligaron a quedarse. Sucedió lo inevitable. Después de 45 minutos, los camarones comenzaron a descongelarse y un fuerte hedor a mar, junto con la humedad de sus pantalones, delataron a Raymundo.

La policía no tardó en llegar. Raymundo fue encontrado culpable por los cargos de robo menor y posesión de propiedad robada, por lo que fue inmediatamente deportado. Su sueño se esfumó, por lo que resolvió volver al trabajo en la finca de su tío Omar. Un día, meses después, escuchó el sonido lejano de una bocina. Era Teco quien llegaba triunfante en un Cadillac descapotable color verde agua.

lunes, 9 de junio de 2008

La vida en un minuto

A todos nos gustaría saber cuándo llegará nuestra hora de morir. Pero, ¿qué pasaría si nuestros instantes se redujeran a meros segundos?




La iniquidad de los instantes


Nadie lo preparó para lo que se le venía encima. Un médico de rostro inmutable, vaya paradoja, le seccionó la vida en apenas un segundo. ¿Qué cara pones cuando sientes que la muerte te susurra al oído tu sentencia? No hay mucho que decir, salvo comenzar una introspección en busca de aquello que siempre quisiste hacer y no pudiste.

Las horas comienzan a pasar de un modo vertiginosamente rápido. Te das cuenta que estás jugando los descuentos, los minutos no poseen el sentimiento de piedad, se disuelven impávidos. Comenzó a entender que no era un sueño ni mucho menos una broma. A todos nos llega la hora, es cierto, pero siempre esperamos que nos llegue más tarde que temprano.

Se dirigió a un café en medio de la fría noche y ordenó un capuccino y un par de tostadas con palta. Allí, sacó un lápiz y en una servilleta comenzó a plasmar aquellas situaciones que le gustaría vivir antes de dejar este mundo.

Se sorprendió al ver que lo primero que escribió, casi mecánicamente, fue “Decirle a mis padres que los quiero”. Siempre había sido un tipo arisco, poco demostrativo, por lo cual se le hacía imperativo dejar algún rastro de amor en sus progenitores, después de todo ellos no merecían su despreocupación.

Su siguiente idea fue “acariciar una serpiente”. Siempre le llamaron la atención los reptiles, cuando los veía en el Discovery Channel. Pensó que de todas formas sería fácil llevarlo a cabo, bastaba con ir a la tienda de mascotas del barrio.


Lo que siguió fue “ir alguna vez a misa”. Nunca fue una persona creyente. Es más, la idea de un dios le parecía vana y falsa. De todas formas, le apetecía experimentar, al menos por una vez, el consuelo de sentirse parte de algo superior, lo que algunos denominan “reconfortar el alma”.

Finalmente, como última idea, y mientras bebía el último sorbo de capuccino, escribió “comprarme el Chevy rojo”. Hace mucho deseaba aquel modelo 2005 de dos puertas, cada vez que lo veía en la calle se quedaba pasmado. Soñaba con sentarse en esa butaca deportiva bicolor y sentir el rugido del motor de ocho cilindros.

Tomó la servilleta, la guardó en el bolsillo de su vestón, pagó la cuenta y se marchó. Mientras caminaba, introdujo su mano derecha en el bolsillo trasero del pantalón para buscar su encendedor, y encontró en él una de las tarjetas de visita de su padre. “Vaya coincidencia, y justo estaba pensando en él”, se dijo.

Alzó la vista y notó que estaba pasando frente a la tienda de mascotas, desde donde lo miraba una pitón de colores amarillo y negro. Un ruido llamó su atención y se dio cuenta de que eran las campanadas de la iglesia que llamaban a la misa de las once. De pronto, una luz lo encandiló. Los tres meses de vida que le quedaban se redujeron a meros segundos. Nibaldo encontró su muerte arrollado bajo las ruedas de un reluciente Chevy color rojo.