domingo, 18 de mayo de 2008

La muerte, lejos de ser un lugar común

Todos hemos tenido algún tipo de experiencia relacionada con la muerte, ese tema tabú y escondido bajo diez mil sábanas. Hace un par de semanas, Tito nos mandó a escribir sobre ella,y cuál sería mi sorpresa al notar que mis experiencias distaban mucho de ser vastas. ¿22 años de vida y ninguna experiencia cercana a la muerte? De esto se trata el siguiente texto, al cual se le otorgó la calificación máxima.


Ojos que no ven…

La muerte es un tema que no me ha tocado. Sí, ya sé que todo el mundo piensa lo mismo, que cómo es posible, que hay que ser previsor, que nos llega a todos y un extenso etcétera. Pero es la pura y santa verdad. Jamás me ha preocupado la muerte, y le atribuyo cierta responsabilidad a que no me he encontrado cara a cara con ella.
Llevo en mi mente el recuerdo de mi abuela Olga. Linda ella, era un amor. Sus últimos días de vida los fue a pasar a mi casa, recostada en una cama en la pieza que teníamos para planchar. Era chico, pero mi noción sobre la muerte, aunque no estaba del todo completa, algo comprendía de la situación. Los días pasaban como esas páginas de libro que te saltas porque el autor comienza a dar descripciones inmensas de algo que sólo él comprenderá, y realmente poco te importa. Dentro de mi inocencia infantil deseaba que hubiese novedades. Buenas o malas, da lo mismo.
Y bueno, el fatídico día llegó. Pero en vez de cubrirme de negro y llorar frente a una caja de madera, como había visto en las películas, mi madre tomó la decisión de enviarme a la casa de mi mejor amigo de entonces, Felipe, durante tres días. Mientras ellos se dedicaban a sufrir, yo me maravillaba aprovechando una mesa de ping-pong.
Resulta extraño pensar que alguien, a los 22 años, se haya enfrentado sólo a un cadáver en su vida. Corría 1997 cuando Hernán, un compañero de colegio, había perdido la batalla contra el cáncer en los Estados Unidos. Trajeron sus restos por avión para ser velado aquí, por lo que debió ser embalsamado. Lo único que se me grabó en la cabeza fue el tono verdoso de su piel inerte.
Ahora que lo pienso, todas mis experiencias relativas a la muerte han resultado evasivas. Tengo a todos mis familiares vivos (aunque mi padre se acerque a pasos agigantados a la “edad de riesgo”) y jamás he asistido a un funeral. Bueno, una vez estuve en la misa de responso del padre de mis vecinos, pero digamos que eso no cuenta. ¿Significará acaso que el día en que me tope con una pérdida, aquel dolor adornado con velas y flores resultará insoportable? ¿Es posible “acostumbrarse” a la muerte? No tendré respuesta hasta que, lastimosamente, lo haya vivido.

sábado, 10 de mayo de 2008

Un siete es un siete.


Cuesta sacarse sietes en la U. Más aún en ramos de redacción, donde las revisiones son extremadamente meticulosas. Luego de muchos intentos, logré llegar a la tan ansiada nota con un pequeño artículo periodístico escrito medio en broma, medio en serio.
El tema es muy sencillo: los zapatos. ¿Quién no ha tenido alguna historia relacionada con zapatos? Todos los usamos, al menos. Creo que por ello es fácil identificarse con el texto. En fin, juzguen ustedes mismos.



“Calzadismo” o la dictadura de los pies

Resulta cómico observar la adicción que provoca en las mujeres el tema de los zapatos. Pareciera ser que a veces prefieren el cuero sintético antes que el masculino. “No sé, huevón. Por mí andaría a pata”, señala un exponente del sexo fuerte por ahí. Y es que es cierto que a todos los hombres nos da más o menos lo mismo el asunto.
Recuerdo cuando me dio por comprar zapatillas con motivos a cuadritos. Son zapatillas de lona, de esas ordinarias que se terminan doblando y descosiendo hasta por la suela y que hoy gracias a las tribus urbanas las vemos por todos lados. En ese entonces en Chile no las pescaban ni por si acaso y me costó un mundo encontrarlas. Cuando las vi en una vitrina en Santiago, ¡oh, milagro! Saqué de mi billetera las miserables cinco lucas que valían (el costo es en realidad moral, al saber que estás patrocinando el encierro de mil niños vietnamitas en una fábrica para unir suelas con pegamentos de alta toxicidad) y la sonrisa en la cara no me la sacaban ni con un palo en la cabeza.
Creo que fue la única vez que pude dimensionar apenas un atisbo de ese fanatismo femenino por el calzado. Las dichosas zapatillas a cuadritos no las dejaba ni por si acaso. Un día de invierno llovía a cántaros y aún recuerdo la cara de horror de mi madre mientras me decía “¿y tú estás loco que pretendes salir con esas mugres de zapatillas?”. Fin de la discusión. Indiferente, me despedí agitando mi mano y salí a chapotear con mis regalonas de cuadritos. Está demás decir que mis calcetines quedaron hechos una sopa.
Y es que todos hemos tenido una zapatillas o zapatos regalones. Quizás fueron esos bototos de colegio negros que nuestras madres los lustraban hasta encandilarte. Tal vez te decantaste por las ya clásicas alpargatas Iberia. ¡Quién no las usó a principios de los noventa! ¿O también fuiste uno de esos que cayó en la moda de las zapatillas deportivas “con aire”? ¿Para qué servía? Nunca lo supimos, igual eran más duras que la cresta, ¡pero andábamos a la moda! Y eso lleva al olvido cualquier tipo de incomodidad.
Seguiremos sin ponernos de acuerdo sobre la importancia de esta prenda de vestir. A fin de cuentas es una discusión de lo más trivial. ¿A quién le importa? Vive la différence.